A lo lejos empezó a escuchar un zumbido, que parecía provenir de la alarma contra incendios del hotel. El sonido se hizo más fuerte y la imagen del hotel se diluyó. Igual que le había pasado infinidad de veces anteriores, la realidad se había metido a su sueño: en esta ocasión soñaba que estaba en Venecia. Pero despertaba en su casa y el zumbido continuaba, haciéndose cada vez más sonoro. Era el timbre de su celular, perdido entre los pliegues de las sábanas. Dejó de sonar antes de encontrarlo.
Se dispuso a volverse a acomodar y empezó a sonar de nuevo “¿qué horas serán? ¿quién chingaos habla de madrugada?”
- Más vale que sea importante – dijo con tono firme a la bocina.
- ¿Claudia?
- Sí ¿quién es?
- Habla Arturo, Claudia.
En penumbras empezó a buscar frases, palabras, sílabas, cualquier sonido que pudiera emitir ante aquella apabullante aparición nocturna.
- Arturo ¿Arturo? (cómo puedo ser tan estúpida –pensó-)
- Sí Claudia. Sería absurdo hacerte la típica pregunta de “¿estabas dormida?” si son las tres de la mañana.
- Sí, las tres (sigo en la pendeja, qué horror. ¿Qué quiere?)
- Perdóname. Es que llevo varios días pensando en ti y ahorita atorado en el aeropuerto de Tijuana, me entró la urgencia de hablarte. De verdad perdóname.
- Está bien, ¿qué haces en Tijuana?
Claudia no estaba interesada en saber qué hacía Arturo en Tijuana. Le preguntó solamente para evitar el tema que ella sabía que nunca podría quitarse de en medio de ambos. Un par de años atrás, Claudia había cancelado su boda con Arturo un día antes del evento, con invitados y regalos encima, y simplemente jamás tuvo el valor de volverle a dar la cara. Esa tarde le había entrado la duda y decidió parar todo para irse con su antiguo novio Leonardo a España que un par de meses antes se había ido suplicándole que se fuera con él. Cuando se le presentó en vivo sin previo aviso, Leonardo le dijo en la puerta de su casa, angustiado y sorprendido, en voz baja “Me hubieras hablado antes, no te puedo recibir. Háblame cuando regreses a México” y le cerró la puerta en las narices.
A su regreso, Arturo no le quiso tomar las llamadas y sólo le mandó decir con un intermediario que algún día se volverían a ver.
- Acabo de cerrar un negocio en San Diego y seguramente tengo que regresar la semana que entra, te quería preguntar si quieres venir conmigo. Estoy con mi socio y él se queda a hacer todos los arreglos ¿te animas?
- ¿Así, en frío?
- Claus, ¿desde cuándo tú y yo planeamos las cosas? Ándale. Por los viejos tiempos. Un par de días acá no te caen mal, se pasan rápido, nos divertimos y platicamos como siempre, nos paseamos un rato y hasta haces tu shopping.
Arturo la conocía demasiado bien. “Shopping” fue como la llave mágica para aceptar la invitación, además de que, pensó, se merecía un rato de calentura. Desde su rompimiento no había tenido más que un par de encuentros fallidos y Arturo era EL hombre que sabía tocar sus botones.
- Está bien. Háblame cuando llegues.
- Llego en la mañana, bueno, al rato, en unas horas. Vámonos a desayunar ¿te late? Así planeamos todo. Te veo en el Manhattan a las 10.
- Buen viaje.
Aventó el celular y pensó que no podría volverse a dormir. Las emociones la tenían secuestrada y no sabía cómo clasificarlas. Y los cuestionamientos se le agolpaban ¿qué le digo cuando lo vea?, ¿qué me va a reclamar?, ¿será un reencuentro?, ¿podremos retomar lo que se rompió?..
Apenas empezó a aclarar la mañana, brincó de la cama. Empezó por bañarse y revisar qué se iba a poner. Se retocó el barniz de las uñas, se cambió de ropa varias veces, se secó el pelo y se lo subió y bajó como diez veces. Estaba sumamente nerviosa y la ansiedad la comía. Ya estaba lista cuando apenas eran las 8:22 ¿qué podía hacer durante hora y media? Trató de leer pero no se podía concentrar. Salió a caminar, pero empezó a sudar y de inmediato se regresó a su casa a cambiarse otra vez y refrescarse.
Finalmente dieron las 9:45. El Manhattan le quedaba a unas cuantas cuadras y emprendió camino. El estómago le revoloteaba. Las manos le sudaban, las rodillas le temblaban y la respiración se le entrecortaba. Llegó y Arturo ya estaba ahí, con una azucena.
El encuentro inicial fue sumamente emotivo, prácticamente sin palabras. Simplemente se abrazaron en un largo y estrecho envolvimiento mutuo. Se sentaron a hablar y difícilmente comieron algo. Parecía que se habían dejado de ver ayer. Hablaron y hablaron, como siempre lo hacían, de todo y de nada. Ninguno tocó el tema de la boda cancelada.
Las horas pasaron sin darse cuenta. Caminaron por Reforma, se metieron a tiendas y establecimientos, comieron lo que se iban encontrando y siguieron sin rumbo fijo hasta que el sol se empezó a esconder detrás del Castillo de Chapultepec.
Claudia se sentía halagada de todo lo que Arturo le reconocía, tanto por su belleza como por su inteligencia. Arturo sabía cómo bajarle las defensas hasta que cayó rendida por convicción. Lo invitó a continuar la plática en su casa y él aceptó gustoso. En cuanto la puerta estuvo abierta, cada uno se abalanzó hacia el otro. La energía había ido creciendo durante la tarde y el choque sexual era inevitable.
Prácticamente no durmieron. Medio hablaban, medio bebían, medio comían… toda su energía era para amarse una y otra y otra vez. Finalmente sucumbieron al agotamiento y entrelazados se quedaron profundamente dormidos cuando ya casi amanecía.
Cuando Claudia despertó, Arturo ya no estaba en la cama. Ya estaba arreglando sus cosas alistándose para irse. Se acercó a besarlo y él se apartó. No le dirigió ni siquiera la mirada y secamente le dijo “ái nos vemos”. Ella se quedó paralizada, sin entender nada. No sabía qué decir ni sabía cómo decirle que no sabía qué decir.
Él se colgó la maleta de mano al hombro y se dirigió a la puerta. Sin entender nada y con la tensión evidente flotando en el ambiente, Claudia por fin preguntó:
- ¿Pasó algo? ¿Qué tienes?
- Nada, ya me voy.
- Bueno pero ¿así nomás?
- Sí, así.
- ¿Me hablas, te hablo o cómo le hacemos? ¿Vamos a ir a San Diego o qué?
- Yo ya no tengo nada que hablar contigo. Nos vemos en otra vida.
- Pero, ¿qué pasó?
- ¿Qué pasó? Que hace exactamente 22 meses y 12 días me partiste todita la madre y vine a hacer justicia.
- Pero ¿qué? ¿Planeaste venir a cogerme e irte? Bonita justicia.
- No mi Claus. Vine a dejarte esto.
Arturo le extendió un sobre con una nota "Despídete de tu pinche vida. Nos vemos en la otra". Anexo, el resultado de una prueba postiva de Sida que diagnosticaba a Arturo cuatro meses atrás.
Mientras Claudia estupefacta digería las palabras, Arturo salía del departamento, rematando su “chaíto” con un azotón de la puerta, detrás de él.
jueves, 20 de agosto de 2009
FINAL DE NOVELA
Lo irónico es que creyó que lo esperaba. Su alma se había quedado plasmada en cada tecla y todo mundo había quedado impactado con el escrito. Empezó como un cuentito, un cuentito que significaba exponer los pasajes más duros de su vida. Pero después creció hacia atrás y hacia delante y poco a poco se armó una gran novela, “gran” por el tamaño, porque conforme pasó el tiempo se sumaban hojas y hojas. Sin embargo, más adelante se pudo percatar que era “gran” porque la historia era compleja y completa, porque su estilo de narrarlo resultaba envolvente y arrollador. Porque fue capaz de sacarle lágrimas a quien leyó el borrador, de la misma forma que le salían carcajadas y expresiones de admiración y de horror.
Era la historia de su vida. Ése triste y amargo recorrido que había escondido detrás de una máscara de sarcasmo, buen humor y cinismo, porque enfrentarlo le resultaba entre espeluznante y desgarrador. Así de retorcida y compleja resultó la novela. Pasajes de maltratos y abusos, capítulos oscuros de depresiones y suicidios, Interpol y escondites. Claro que, intercalados, tenía remansos de amores y desengaños, de apasionados encuentros y tórridos romances, de llantos y carcajadas, de borracheras y viajes, de bailoteos y apasionados amantes. Sí, parecía una novela, con todos sus ingredientes, tanto que hasta casi podría haber sido argumento de telenovela barata de Televisa, si no hubiera sido por el magistral tratamiento que le dio, pero al fin y al cabo era una historia verdadera de cabo a rabo, vivenciada por ella en toda su intensidad y magnitud.
Cuando el editor la leyó, se quedó impávido. No le importaba si se daba cuenta que se trataba de ella. “Tan normalita que se veía” pensó más en forma de sorpresa que de juicio.
Layla ya llevaba algún tiempo escribiendo ensayos para el periódico que Andrés Singer comandaba. Le gustaba mucho su trabajo y siempre le insistía en querer sacar más de lo publicado, que se reducía a su opinión editorial, sin jamás revelar un ápice de su vida personal. En alguna fiesta de fin de año, la había instado a escribirle un libro de cuentos y le dijo “primero mi novela, luego los cuentos”, sin saber que Layla ya llevaba un tiempo escribiéndola. No le dijo nada, pensó en darle la sorpresa al concluirla.
Cuando la terminó, pasó casualmente por la oficina de Andrés a saludarlo y, después de intercambiar algunas novedades de la empresa y de su gremio, le pidió que leyera el texto que le había grabado en un USB que colocó discretamente en la palma de su mano, al despedirse, como cuando se desliza un billete oculto para evitar exponerse. Sin darle más importancia ni expresar expectativa alguna, siguió con su vida durante una semana.
Exactamente al séptimo día, Layla estaba en medio del tráfico, atorada por una de esas tantas manifestaciones que obstruyen el paso en la majestuosa Reforma, cuando su celular sonó. Sin importarle si alguna autoridad la veía hablando con el auto en circulación (“si ni me estoy moviendo” pensó) tomó sin dudarlo la llamada de Andrés, a quien atendía así estuviera en la tina. Los gritos de entusiasmo y una mala comunicación no le permitían captar lo que él le decía de la novela. Medio alcanzó a entrever que era fenomenal y algo de que habría que registrarla y promoverla.
Sin terminar de entender bien, le pidió a Andrés que la relevara en todos los trámites y la representara legalmente en los procedimientos. Layla estaba a punto de iniciar un estudio antropológico que la llevaría a viajar los siguientes seis meses por varios países, además de algunos asuntos personales que atender, qué raro, que podían bien haber encajado en un capítulo más de su intensa historia, cuyo final se había enfocado a haber sorteado exitosamente las más recientes desavenencias, que la habían dejado exhausta pero independiente, realizada y radiante.
Pasaron los meses y ella se desentendió del proceso. Una mañana, casi amaneciendo, así de la nada y sin preámbulos, la llamó.
- Layla: ¿estás sentada?
- Andresito querido, estoy dormida.
- Bueno, despierta. Necesito toda tu atención.
- ¿De qué…?
- De tu novela.
- ¿Qué pasó?
- Ha sido premiada.
- ¿A qué concurso la metiste o qué? ¿Algún burócrata de Conaculta cree que escribo bien?
- Mi reina: te han asignado el Premio Internacional de Novela Latinoamericana. Casi no me aguanto de darte la sorpresa. Conforme me iba enterando te quería decir, pero ya. Ya está. Con eso de que me pediste que te relevara, no quería decirte nada hasta tenerlo en la mano. En tres semanas empieza la distribución regional, la traducción al inglés y al francés está en proceso y tenemos que empezar con un ciclo de conferencias de prensa, empezando en el Four Seasons de México la semana que entra y luego en Buenos Aires, la que sigue Ve empacando porque salim…
No alcanzó a escuchar más nada. Su visión se desvaneció hasta las más profundas penumbras, igual que su mente. Hoy recuerda todo, aunque siga en negros, enchufada a un aparato que hace ruido y que le ayuda a respirar. El impacto le provocó una embolia, según alcanzó a entender, y está en un coma del que quizá no salga pero al que nadie quiere dar término. Qué triste, piensa a diario, que el final de su novela no era, como escribió, haber alcanzado su plenitud. Este capítulo, el peor de sus más profundos temores, es el final que se quedó fuera de ella.
Era la historia de su vida. Ése triste y amargo recorrido que había escondido detrás de una máscara de sarcasmo, buen humor y cinismo, porque enfrentarlo le resultaba entre espeluznante y desgarrador. Así de retorcida y compleja resultó la novela. Pasajes de maltratos y abusos, capítulos oscuros de depresiones y suicidios, Interpol y escondites. Claro que, intercalados, tenía remansos de amores y desengaños, de apasionados encuentros y tórridos romances, de llantos y carcajadas, de borracheras y viajes, de bailoteos y apasionados amantes. Sí, parecía una novela, con todos sus ingredientes, tanto que hasta casi podría haber sido argumento de telenovela barata de Televisa, si no hubiera sido por el magistral tratamiento que le dio, pero al fin y al cabo era una historia verdadera de cabo a rabo, vivenciada por ella en toda su intensidad y magnitud.
Cuando el editor la leyó, se quedó impávido. No le importaba si se daba cuenta que se trataba de ella. “Tan normalita que se veía” pensó más en forma de sorpresa que de juicio.
Layla ya llevaba algún tiempo escribiendo ensayos para el periódico que Andrés Singer comandaba. Le gustaba mucho su trabajo y siempre le insistía en querer sacar más de lo publicado, que se reducía a su opinión editorial, sin jamás revelar un ápice de su vida personal. En alguna fiesta de fin de año, la había instado a escribirle un libro de cuentos y le dijo “primero mi novela, luego los cuentos”, sin saber que Layla ya llevaba un tiempo escribiéndola. No le dijo nada, pensó en darle la sorpresa al concluirla.
Cuando la terminó, pasó casualmente por la oficina de Andrés a saludarlo y, después de intercambiar algunas novedades de la empresa y de su gremio, le pidió que leyera el texto que le había grabado en un USB que colocó discretamente en la palma de su mano, al despedirse, como cuando se desliza un billete oculto para evitar exponerse. Sin darle más importancia ni expresar expectativa alguna, siguió con su vida durante una semana.
Exactamente al séptimo día, Layla estaba en medio del tráfico, atorada por una de esas tantas manifestaciones que obstruyen el paso en la majestuosa Reforma, cuando su celular sonó. Sin importarle si alguna autoridad la veía hablando con el auto en circulación (“si ni me estoy moviendo” pensó) tomó sin dudarlo la llamada de Andrés, a quien atendía así estuviera en la tina. Los gritos de entusiasmo y una mala comunicación no le permitían captar lo que él le decía de la novela. Medio alcanzó a entrever que era fenomenal y algo de que habría que registrarla y promoverla.
Sin terminar de entender bien, le pidió a Andrés que la relevara en todos los trámites y la representara legalmente en los procedimientos. Layla estaba a punto de iniciar un estudio antropológico que la llevaría a viajar los siguientes seis meses por varios países, además de algunos asuntos personales que atender, qué raro, que podían bien haber encajado en un capítulo más de su intensa historia, cuyo final se había enfocado a haber sorteado exitosamente las más recientes desavenencias, que la habían dejado exhausta pero independiente, realizada y radiante.
Pasaron los meses y ella se desentendió del proceso. Una mañana, casi amaneciendo, así de la nada y sin preámbulos, la llamó.
- Layla: ¿estás sentada?
- Andresito querido, estoy dormida.
- Bueno, despierta. Necesito toda tu atención.
- ¿De qué…?
- De tu novela.
- ¿Qué pasó?
- Ha sido premiada.
- ¿A qué concurso la metiste o qué? ¿Algún burócrata de Conaculta cree que escribo bien?
- Mi reina: te han asignado el Premio Internacional de Novela Latinoamericana. Casi no me aguanto de darte la sorpresa. Conforme me iba enterando te quería decir, pero ya. Ya está. Con eso de que me pediste que te relevara, no quería decirte nada hasta tenerlo en la mano. En tres semanas empieza la distribución regional, la traducción al inglés y al francés está en proceso y tenemos que empezar con un ciclo de conferencias de prensa, empezando en el Four Seasons de México la semana que entra y luego en Buenos Aires, la que sigue Ve empacando porque salim…
No alcanzó a escuchar más nada. Su visión se desvaneció hasta las más profundas penumbras, igual que su mente. Hoy recuerda todo, aunque siga en negros, enchufada a un aparato que hace ruido y que le ayuda a respirar. El impacto le provocó una embolia, según alcanzó a entender, y está en un coma del que quizá no salga pero al que nadie quiere dar término. Qué triste, piensa a diario, que el final de su novela no era, como escribió, haber alcanzado su plenitud. Este capítulo, el peor de sus más profundos temores, es el final que se quedó fuera de ella.
sábado, 18 de julio de 2009
SOY MANZANA
He sido etiquetada como la mala de la película desde el inicio de la historia, reconocida como la fruta prohibida. Y me resultaba doloroso, pues creía que la opinión de los etiquetadores era la más valiosa e irrefutable que podía existir.
Como compré ese rol, durante toda mi vida hice hasta lo imposible por ejercerlo a la perfección y en mi tanto rodar caí en manos de alguien que me mordió.
Y ese mordedor se deleitó con mi sabor y se sintió pecador. Pero siguió saboreándome. Le encantó mi porosidad y mi jugosidad, y también mi carnosidad. Se sintió seducido por mi cáscara y mis semillas y todo aquello que los etiquetadores habían descalificado, incluso mi duro corazón.
Hoy, ese pecaminoso mordedor disfruta de mí a diario. Le fascina hincar sus dientes en mi redondez y mi aspecto saludable. Le gusto rayada, roja o amarilla. Simplemente le gusto, así, a secas, sin juicios y sin deshonras sociales.
Hoy, ya hasta me olvidé de los etiquetadores. Soy indecentemente feliz de ser una manzana mordida y tentadora.
Como compré ese rol, durante toda mi vida hice hasta lo imposible por ejercerlo a la perfección y en mi tanto rodar caí en manos de alguien que me mordió.
Y ese mordedor se deleitó con mi sabor y se sintió pecador. Pero siguió saboreándome. Le encantó mi porosidad y mi jugosidad, y también mi carnosidad. Se sintió seducido por mi cáscara y mis semillas y todo aquello que los etiquetadores habían descalificado, incluso mi duro corazón.
Hoy, ese pecaminoso mordedor disfruta de mí a diario. Le fascina hincar sus dientes en mi redondez y mi aspecto saludable. Le gusto rayada, roja o amarilla. Simplemente le gusto, así, a secas, sin juicios y sin deshonras sociales.
Hoy, ya hasta me olvidé de los etiquetadores. Soy indecentemente feliz de ser una manzana mordida y tentadora.
ELE LADINA
Lengua lujuriosa, lascivia latente. Lenguaje legible. Laberinto lento: lesiona, ladra, levanta. Labiodental, loca, leonina, laboriosa, lesiva, lépera. Letal levita, lame, letifica. Labra leyenda, luce letrada. Logra lacerar, llagar, lustrar. Luego, letargo.
sábado, 4 de julio de 2009
EL DINOSAURIO DE MONTERROSO
Ambos habían tenido una vida muy intensa, tanto social como emocionalmente. Se habían conocido en uno de tantos eventos y se puede decir que fue amor a primera vista.
Él era un reconocido empresario de la tecnología de los que siempre aparecen en el top ten de los listados de los ejecutivos más exitosos, mientras que ella era una fotógrafa prestigiada de las que exponen su mejor trabajo en algún museo de moda.
Ninguno de los dos acudía del todo contento a la inauguración del centro comercial. Pero él tenía que estar porque su empresa era la que se había encargado de toda la instalación tecnológica y se le había concedido el gran honor de cortar el moño, junto con otras diez personalidades del ámbito empresarial y político. Ella tenía en el lobby principal algunos trabajos expuestos y su ausencia sería francamente evidente. Ambos habían decidido escaparse en cuanto nadie los viera “como que voy al baño y me voy”.
Así lo hicieron, ya hartos no sólo de ese sino de todos esos acontecimientos de relaciones públicas llenos de oquedad y platiquita de moda y su encuentro inevitable se dio al pedir su coche al valet parking. Los dos esperaban y se veían por el rabillo del ojo un poco intimidados mutuamente por su senda fuerte personalidad. Al arribo de los vehículos, el encargado hizo entrega invertida de las llaves y ninguno de ambos se dio cuenta por estar tan alertas el uno del otro, sin saber que eso les daría pie a su inminente encuentro.
Ya en el asiento del conductor, ella fue la primera en percatarse y lo miró por el espejo retrovisor, por el cual se dio cuenta que él en ese momento veía el llavero con extrañeza. Ambos bajaron de su respectivo auto y él aprovechó para iniciar su primer acercamiento.
La noche se alargó y se convirtió en días, los días en semanas y las semanas en meses. No había transcurrido un día sin que estuvieran juntos, él ya se había instalado en el departamento de ella y ya hablaban del futuro que les esperaba juntos, llenos de triunfos personales y profesionales, con una familia creciente y una casita al poniente de la ciudad a la que ella ya le había echado el ojo.
La boda fue simple, ambos ya eran divorciados y no tenía caso organizar una fiestita de las que los dos ya sabían que estaban hartos. Unos cuantos familiares, sus amigos más cercanos y un juez, porque alguien tenía que oficializar la unión.
Como suele suceder en muchas relaciones, la vida de casados empezó a interferir en el matrimonio. Un poco las presiones de “¿y cuándo van a tener hijos?” por parte de las dos suegras, pero más que nada la poca convivencia que sus importantes carreras les permitían tener juntos, sin darse cuenta -quizá- que a veces esos espacios personales son los que permiten que las relaciones evolucionen.
Y un día estalló el reclamo. Más allá de las ausencias y las largas jornadas, el reclamo era por sus respectivas carreras, no por lo que absorbían sino por envidias de reconocimiento. La competencia se convirtió en su peor enemigo.
Y todos los días, todos los días, sin falta, sin impuntualidades, sin demoras, los intentos de descalificación individual y pública se hacían presentes y sin darse cuenta, además, crecían y crecían. La autoestima de ambos se deterioraba, las ganas de estar juntos, que inicialmente eran incontenibles, hoy eran apenas una sombra, y el dinosaurio de la distancia crecía y crecía.
Al cabo de un breve lapso, la Guerra de los Roses era un simple bosquejo de lo que se desató entre ellos. Libros, lámparas, macetas… todo lo que se encontraban a la mano era lanzado al aire en un intento fallido de descalabrarse mutuamente. La casita al poniente de la ciudad era un infierno cuyo interior se desmoronaba no sólo en su integridad sino en su decoración. Ya no podían venir invitados, ya no daban ganas de llegar después de largas jornadas ni la cocina tenía vestigios de alimento alguno. Pero el fantasma de la indiferencia se resistía a llegar… o quizá era el de la determinación, el caso es que ninguno de los dos quería dar el primer paso.
Finalmente, después de una intensa terapia etílica propinada por sus dos amigos más cercanos, él se armó de valor y llegó a casa a transmitirle a ella sus deseos de terminar con todo. Ella enfureció, se entristeció y se volvió loca, más que por él y por el inaplazable divorcio, era una apabullante nostalgia por lo no vivido, por las ilusiones forjadas, por los castillos en el aire construidos conjuntamente y que se le desvanecían ante sus ojos. El dinosaurio hacía sus estragos.
Sin decir nada, se dio la media vuelta y se encerró en su recámara, que ya desde hace tiempo era suya de ella nada más. Él se quedó en la sala sin saber qué hacer, sin ganas de seguir la fiesta o de ver la tele o de meterse a la tina. Sin ganas de golpearle la puerta, de insultarla una y mil veces más o de aventarle el último florero que quedaba vivo. Sin ganas.
De repente, ella apareció con su atuendito de Victoria’s Secret, ese que él había traído en uno de sus tantos viajes sin ella, y sin decir palabra, sus miradas se cruzaron y se engancharon. Sin saber quién se le echó encima a quién, tuvieron el encuentro íntimo más potente y más intenso que habían tenido desde aquella noche de confusión de llaves. Los dos gimieron, sudaron y gritaron hasta que no quedó ni un ápice de energía en sus cuerpos, derrotados ante la grandeza de su encuentro.
Como suele suceder, él se quedó dormido primero, ella enseguida, no sin dejar de pensar en que quizá había algo que rescatar y que con la llegada del nuevo día podría llegar una nueva esperanza.
Los primeros rayos del sol penetraron por la ventana, él seguía inerte mientras ella iniciaba su regreso del país de los sueños. Finalmente se dio cuenta que, cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí.
Él era un reconocido empresario de la tecnología de los que siempre aparecen en el top ten de los listados de los ejecutivos más exitosos, mientras que ella era una fotógrafa prestigiada de las que exponen su mejor trabajo en algún museo de moda.
Ninguno de los dos acudía del todo contento a la inauguración del centro comercial. Pero él tenía que estar porque su empresa era la que se había encargado de toda la instalación tecnológica y se le había concedido el gran honor de cortar el moño, junto con otras diez personalidades del ámbito empresarial y político. Ella tenía en el lobby principal algunos trabajos expuestos y su ausencia sería francamente evidente. Ambos habían decidido escaparse en cuanto nadie los viera “como que voy al baño y me voy”.
Así lo hicieron, ya hartos no sólo de ese sino de todos esos acontecimientos de relaciones públicas llenos de oquedad y platiquita de moda y su encuentro inevitable se dio al pedir su coche al valet parking. Los dos esperaban y se veían por el rabillo del ojo un poco intimidados mutuamente por su senda fuerte personalidad. Al arribo de los vehículos, el encargado hizo entrega invertida de las llaves y ninguno de ambos se dio cuenta por estar tan alertas el uno del otro, sin saber que eso les daría pie a su inminente encuentro.
Ya en el asiento del conductor, ella fue la primera en percatarse y lo miró por el espejo retrovisor, por el cual se dio cuenta que él en ese momento veía el llavero con extrañeza. Ambos bajaron de su respectivo auto y él aprovechó para iniciar su primer acercamiento.
La noche se alargó y se convirtió en días, los días en semanas y las semanas en meses. No había transcurrido un día sin que estuvieran juntos, él ya se había instalado en el departamento de ella y ya hablaban del futuro que les esperaba juntos, llenos de triunfos personales y profesionales, con una familia creciente y una casita al poniente de la ciudad a la que ella ya le había echado el ojo.
La boda fue simple, ambos ya eran divorciados y no tenía caso organizar una fiestita de las que los dos ya sabían que estaban hartos. Unos cuantos familiares, sus amigos más cercanos y un juez, porque alguien tenía que oficializar la unión.
Como suele suceder en muchas relaciones, la vida de casados empezó a interferir en el matrimonio. Un poco las presiones de “¿y cuándo van a tener hijos?” por parte de las dos suegras, pero más que nada la poca convivencia que sus importantes carreras les permitían tener juntos, sin darse cuenta -quizá- que a veces esos espacios personales son los que permiten que las relaciones evolucionen.
Y un día estalló el reclamo. Más allá de las ausencias y las largas jornadas, el reclamo era por sus respectivas carreras, no por lo que absorbían sino por envidias de reconocimiento. La competencia se convirtió en su peor enemigo.
Y todos los días, todos los días, sin falta, sin impuntualidades, sin demoras, los intentos de descalificación individual y pública se hacían presentes y sin darse cuenta, además, crecían y crecían. La autoestima de ambos se deterioraba, las ganas de estar juntos, que inicialmente eran incontenibles, hoy eran apenas una sombra, y el dinosaurio de la distancia crecía y crecía.
Al cabo de un breve lapso, la Guerra de los Roses era un simple bosquejo de lo que se desató entre ellos. Libros, lámparas, macetas… todo lo que se encontraban a la mano era lanzado al aire en un intento fallido de descalabrarse mutuamente. La casita al poniente de la ciudad era un infierno cuyo interior se desmoronaba no sólo en su integridad sino en su decoración. Ya no podían venir invitados, ya no daban ganas de llegar después de largas jornadas ni la cocina tenía vestigios de alimento alguno. Pero el fantasma de la indiferencia se resistía a llegar… o quizá era el de la determinación, el caso es que ninguno de los dos quería dar el primer paso.
Finalmente, después de una intensa terapia etílica propinada por sus dos amigos más cercanos, él se armó de valor y llegó a casa a transmitirle a ella sus deseos de terminar con todo. Ella enfureció, se entristeció y se volvió loca, más que por él y por el inaplazable divorcio, era una apabullante nostalgia por lo no vivido, por las ilusiones forjadas, por los castillos en el aire construidos conjuntamente y que se le desvanecían ante sus ojos. El dinosaurio hacía sus estragos.
Sin decir nada, se dio la media vuelta y se encerró en su recámara, que ya desde hace tiempo era suya de ella nada más. Él se quedó en la sala sin saber qué hacer, sin ganas de seguir la fiesta o de ver la tele o de meterse a la tina. Sin ganas de golpearle la puerta, de insultarla una y mil veces más o de aventarle el último florero que quedaba vivo. Sin ganas.
De repente, ella apareció con su atuendito de Victoria’s Secret, ese que él había traído en uno de sus tantos viajes sin ella, y sin decir palabra, sus miradas se cruzaron y se engancharon. Sin saber quién se le echó encima a quién, tuvieron el encuentro íntimo más potente y más intenso que habían tenido desde aquella noche de confusión de llaves. Los dos gimieron, sudaron y gritaron hasta que no quedó ni un ápice de energía en sus cuerpos, derrotados ante la grandeza de su encuentro.
Como suele suceder, él se quedó dormido primero, ella enseguida, no sin dejar de pensar en que quizá había algo que rescatar y que con la llegada del nuevo día podría llegar una nueva esperanza.
Los primeros rayos del sol penetraron por la ventana, él seguía inerte mientras ella iniciaba su regreso del país de los sueños. Finalmente se dio cuenta que, cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí.
TCHAIKOVSKI ME DUELE
Siento como si estuviera siendo observada, quizá perseguida. Estoy a la mitad de una pradera, con un cuchillo de cocina que no sé por qué traigo en la mano. Salí a caminar sin rumbo, siento una opresión en el pecho y una punzada que me taladra en la parte trasera de la cabeza.
Quizá son mis propios sentimientos pero tengo necesidad de correr despavorida, sin importarme si me tropiezo con el largo vestido vaporoso que traigo. El pasto está húmedo y poco a poco mis pies empiezan a acumular lodo. Es sucio pero es agradable. Es fresco.
Hay una brisa húmeda que corre por mi rostro, que se mezcla con mis lágrimas. Siento una desolación inenarrable, quizá por la soledad de mi alma o por el agotamiento de tanto agobio. Ya no quiero seguir, quiero rendirme, quisiera volar, pero hay algo que me detiene en el suelo. Es tanto el lodo que la velocidad se ha ido aminorando, hasta que llego a la orilla de un arroyuelo donde me trato de lavar los pies.
Percibo la presencia de un venado, que me mira fijamente. Sus ojos me cautivan, tienen una profundidad que no puedo describir, porque si le pongo calificativos quizá me absorba en ella y desaparezca. El venado parpadea y se va, como dando pequeños saltos. Necesito perseguirlo e inevitablemente salto igual que él. Me lleva por un bosque que huele a mojado y a madera musgosa, como cuando era pequeña y me perdía en el jardín de mis padres, huyendo de la soledad de estar acompañada. Hoy estoy igual, huyendo de la soledad de estar aburrida.
El venado desaparece y me quedo a sola con mis temores. Quiero saber si voy a poder seguir, he hecho lo mejor que puedo y siento que no es suficiente, pero tampoco sé qué más puedo hacer. Me cuestiono y sigo llorando, me siento desamparada, abatida y colmada por el olor de la naturaleza que acentúa lo amargo de mis lágrimas.
La desesperación me hace no querer continuar conmigo, me quiero dejar atrás y dejarme sola y le echo la culpa al venado por haberme abandonado. En mi consternación lo busco, quiero que me resuelva todos mis problemas. Quiero que se haga responsable de lo que me pasa, quiero que sea el culpable de mi derrota, de todo mi intolerable agobio.
De repente, mis ojos vuelven a toparse con los suyos, aunque ya está lejos fuera de mi alcance, al otro lado de una gran hendidura. Todavía busco una forma para poderlo alcanzar, pero simplemente no la hay. Vuelvo a tratar de encontrarme con su mirada, pero ya no está. Venado junto con mirada han desaparecido, dejándome con mis sentimientos aplastantes y mi propio fastidio. Qué bueno. De haberlo tenido ante mí, quizá lo hubiera matado, a ver si con él, se iba mi penar.
Empiezo a caminar nuevamente sin rumbo y me doy cuenta que el cuchillo ha desaparecido de mis manos. Lentamente, el paisaje empieza a desvanecerse ante mis ojos, poco a poco el aroma boscoso es sustituido intensamente por el de un café goteando. Estoy en mi cama, sudando, angustiada… y mis pies siguen llenos de lodo.
Quizá son mis propios sentimientos pero tengo necesidad de correr despavorida, sin importarme si me tropiezo con el largo vestido vaporoso que traigo. El pasto está húmedo y poco a poco mis pies empiezan a acumular lodo. Es sucio pero es agradable. Es fresco.
Hay una brisa húmeda que corre por mi rostro, que se mezcla con mis lágrimas. Siento una desolación inenarrable, quizá por la soledad de mi alma o por el agotamiento de tanto agobio. Ya no quiero seguir, quiero rendirme, quisiera volar, pero hay algo que me detiene en el suelo. Es tanto el lodo que la velocidad se ha ido aminorando, hasta que llego a la orilla de un arroyuelo donde me trato de lavar los pies.
Percibo la presencia de un venado, que me mira fijamente. Sus ojos me cautivan, tienen una profundidad que no puedo describir, porque si le pongo calificativos quizá me absorba en ella y desaparezca. El venado parpadea y se va, como dando pequeños saltos. Necesito perseguirlo e inevitablemente salto igual que él. Me lleva por un bosque que huele a mojado y a madera musgosa, como cuando era pequeña y me perdía en el jardín de mis padres, huyendo de la soledad de estar acompañada. Hoy estoy igual, huyendo de la soledad de estar aburrida.
El venado desaparece y me quedo a sola con mis temores. Quiero saber si voy a poder seguir, he hecho lo mejor que puedo y siento que no es suficiente, pero tampoco sé qué más puedo hacer. Me cuestiono y sigo llorando, me siento desamparada, abatida y colmada por el olor de la naturaleza que acentúa lo amargo de mis lágrimas.
La desesperación me hace no querer continuar conmigo, me quiero dejar atrás y dejarme sola y le echo la culpa al venado por haberme abandonado. En mi consternación lo busco, quiero que me resuelva todos mis problemas. Quiero que se haga responsable de lo que me pasa, quiero que sea el culpable de mi derrota, de todo mi intolerable agobio.
De repente, mis ojos vuelven a toparse con los suyos, aunque ya está lejos fuera de mi alcance, al otro lado de una gran hendidura. Todavía busco una forma para poderlo alcanzar, pero simplemente no la hay. Vuelvo a tratar de encontrarme con su mirada, pero ya no está. Venado junto con mirada han desaparecido, dejándome con mis sentimientos aplastantes y mi propio fastidio. Qué bueno. De haberlo tenido ante mí, quizá lo hubiera matado, a ver si con él, se iba mi penar.
Empiezo a caminar nuevamente sin rumbo y me doy cuenta que el cuchillo ha desaparecido de mis manos. Lentamente, el paisaje empieza a desvanecerse ante mis ojos, poco a poco el aroma boscoso es sustituido intensamente por el de un café goteando. Estoy en mi cama, sudando, angustiada… y mis pies siguen llenos de lodo.
miércoles, 24 de junio de 2009
ANILLO
Desde que la conocí me lo advirtió “casarme no está en mis planes”. A mí eso me cayó como anillo al dedo, literalmente: ¿quién no quiere salir con una chava que no quiere compromiso?
Era una mujer guapetona, más bien liberal, lo cual me friqueaba un poco. Ya sabes, toda mi familia super conservadora, siempre vamos a misa los domingos, nadie se ríe escandalosamente ni tiene ademanes ostentosos.
Entonces su advertencia de no casarse hasta me pareció fuera de lugar. ¿Qué de verdad le había pasado por la cabeza que tenía alguna posibilidad de ser mi esposa?
Anduvimos un rato, medio que de free y medio que de amigos con derechos. La verdad es que me divertía mucho, porque es bastante chistosa, pero me intrigaba mucho era lo opuesto que era a mí. Todo lo que decía era diferente a lo que a mí se me ocurría, su línea de pensamiento era francamente sorpresiva y nunca dejaba de reírse ni de decir palabrotas.
Lo que más me sacudía era su forma de arreglarse, toda descuidada, tipo pandro alternativo, sin embargo siempre se veía super bien y no había un güey en la calle que no se le quedara viendo. Y como venía siempre colgada de mi brazo, yo me pavoneaba gustoso, mirándolos a los ojos como diciéndoles “sí, yo soy el que se la está comiendo ¿y qué?”
Los pelos parados de un negro azabache combinan fluidamente con los dos pequeños tatuajes que se hizo. Me llamaba la atención que no son nada grotescos, sino que son como un toque infantil a su bella figura de mujer. Cuando me dijo que los tenía, mientras estábamos comiendo y a punto de irnos a mi depa por primera vez, hasta me costó trabajo tragar. No me podía imaginar besar el cuerpo de una mujer que me recordara a un marino o a un presidiario.
A veces se maquilla mucho, a veces sale de cara lavada, nunca sabía yo con qué me iba a encontrar cuando pasaba por ella. Lo chistoso es que su actitud y su vestimenta iban de la mano con el mood del maquillaje: si venía de darketta, era toda salvaje, pero si venía de rosita, era toda princesa.
Pasaban los meses y la iba frecuentando cada vez más. De repente ya no me imaginaba un fin de semana sin ella, o una ida al cine, o una sentada en el Starbucks comiéndonos a cuanto cristiano se atraviesa por el camino.
Cargaba con su Mac a todas partes y siempre me enseñaba cosas nuevas. De repente me sorprendía con diseños locos e innovadores o de repente me salía con una poesía toda cursi y enmielada. Me llevaba a ver un tipo de cine que en mi vida había visto y me prestaba libros viejos que compraba en Donceles mientras yo trabajaba. Sin ningún empacho se iba en metro enchufada a su MP3 y masticando un chicle a todo lo que tronaba.
Y siempre me insistía “casarme no está en mis planes”... como si tuviera chance.
Siguieron pasando los meses y yo me decía que me la pasaba muy bien con ella. Éramos muy compatibles en la forma de divertirnos y en la forma de amarnos. Siempre pudimos negociar nuestras diferencias y era muy fácilmente adaptable.
Cuando me di cuenta, ya llevábamos un año saliendo. Pasó el tiempo de forma imperceptible. De la misma manera, llegó la fiesta familiar: mis papás cumplían años de casados y esperaban que fuera acompañado. Ni por un momento se me ocurrió ir con alguien más. Ella tenía que ir conmigo y supe que habíamos llegado al momento crucial de presentarla con mi familia. Primero no dormí pero luego pensé que no podía lastimarla no invitándola. Total, si no les caía bien, ni me iba a casar con ella.
Pasé por ella y me dejó con la boca abierta. Se fue al salón toda la mañana y se puso un vestidito muy femenino que me contó que había comprado en el Palacio. Parecía una hijita de familia normalita, de ésas que sí le llevas a presentar a tus papás. Peor aún, durante toda la fiesta fue el centro de halagos y reconocimientos y no porque estuviera en pose, sino porque le salió lo leidy y lo maternal como una más de sus facetas.
Finalmente me di cuenta que quería pasar el resto de mi vida con ella y que quería que el resto de mi vida empezara ya. Seguro de que me rechazaría si le proponía matrimonio, decidí invitarla a ser amantes eternos, compañeros, cómplices y hasta padres, comprometidos en una vida en común. Eso, comprometidos. Y entonces se me ocurrió que le daría un anillo de compromiso que simbolizara ese estado.
Escogí el más padre, el más loco, el más innovador y el más discreto, todo lo que ella es. Lo guardé en mi saco y me fui a casa, donde ella me esperaba para ir a cenar. Me recibió amorosa, como siempre, y yo sudando entre nervio y emoción. Le pedí que me diera diez minutos para refrescarme y me metí a la ducha.
Al salir, con la toalla enrollada en la cintura, vi la puerta abierta y que ella no estaba. No entendí, hasta que fui a la recámara y me percaté que al aventar el saco en la cama, el estuche con el anillo se salió y ella lo vio. Sólo dejó una nota escrita sobre el espejo con su típico lápiz para ojos negro “te lo dije”.
Así de repentino como llegó, se fue. Nunca la pude volver a encontrar, como si el diamante la hubiera convertido en carbón y se hubiera enterrado en la tierra.
Era una mujer guapetona, más bien liberal, lo cual me friqueaba un poco. Ya sabes, toda mi familia super conservadora, siempre vamos a misa los domingos, nadie se ríe escandalosamente ni tiene ademanes ostentosos.
Entonces su advertencia de no casarse hasta me pareció fuera de lugar. ¿Qué de verdad le había pasado por la cabeza que tenía alguna posibilidad de ser mi esposa?
Anduvimos un rato, medio que de free y medio que de amigos con derechos. La verdad es que me divertía mucho, porque es bastante chistosa, pero me intrigaba mucho era lo opuesto que era a mí. Todo lo que decía era diferente a lo que a mí se me ocurría, su línea de pensamiento era francamente sorpresiva y nunca dejaba de reírse ni de decir palabrotas.
Lo que más me sacudía era su forma de arreglarse, toda descuidada, tipo pandro alternativo, sin embargo siempre se veía super bien y no había un güey en la calle que no se le quedara viendo. Y como venía siempre colgada de mi brazo, yo me pavoneaba gustoso, mirándolos a los ojos como diciéndoles “sí, yo soy el que se la está comiendo ¿y qué?”
Los pelos parados de un negro azabache combinan fluidamente con los dos pequeños tatuajes que se hizo. Me llamaba la atención que no son nada grotescos, sino que son como un toque infantil a su bella figura de mujer. Cuando me dijo que los tenía, mientras estábamos comiendo y a punto de irnos a mi depa por primera vez, hasta me costó trabajo tragar. No me podía imaginar besar el cuerpo de una mujer que me recordara a un marino o a un presidiario.
A veces se maquilla mucho, a veces sale de cara lavada, nunca sabía yo con qué me iba a encontrar cuando pasaba por ella. Lo chistoso es que su actitud y su vestimenta iban de la mano con el mood del maquillaje: si venía de darketta, era toda salvaje, pero si venía de rosita, era toda princesa.
Pasaban los meses y la iba frecuentando cada vez más. De repente ya no me imaginaba un fin de semana sin ella, o una ida al cine, o una sentada en el Starbucks comiéndonos a cuanto cristiano se atraviesa por el camino.
Cargaba con su Mac a todas partes y siempre me enseñaba cosas nuevas. De repente me sorprendía con diseños locos e innovadores o de repente me salía con una poesía toda cursi y enmielada. Me llevaba a ver un tipo de cine que en mi vida había visto y me prestaba libros viejos que compraba en Donceles mientras yo trabajaba. Sin ningún empacho se iba en metro enchufada a su MP3 y masticando un chicle a todo lo que tronaba.
Y siempre me insistía “casarme no está en mis planes”... como si tuviera chance.
Siguieron pasando los meses y yo me decía que me la pasaba muy bien con ella. Éramos muy compatibles en la forma de divertirnos y en la forma de amarnos. Siempre pudimos negociar nuestras diferencias y era muy fácilmente adaptable.
Cuando me di cuenta, ya llevábamos un año saliendo. Pasó el tiempo de forma imperceptible. De la misma manera, llegó la fiesta familiar: mis papás cumplían años de casados y esperaban que fuera acompañado. Ni por un momento se me ocurrió ir con alguien más. Ella tenía que ir conmigo y supe que habíamos llegado al momento crucial de presentarla con mi familia. Primero no dormí pero luego pensé que no podía lastimarla no invitándola. Total, si no les caía bien, ni me iba a casar con ella.
Pasé por ella y me dejó con la boca abierta. Se fue al salón toda la mañana y se puso un vestidito muy femenino que me contó que había comprado en el Palacio. Parecía una hijita de familia normalita, de ésas que sí le llevas a presentar a tus papás. Peor aún, durante toda la fiesta fue el centro de halagos y reconocimientos y no porque estuviera en pose, sino porque le salió lo leidy y lo maternal como una más de sus facetas.
Finalmente me di cuenta que quería pasar el resto de mi vida con ella y que quería que el resto de mi vida empezara ya. Seguro de que me rechazaría si le proponía matrimonio, decidí invitarla a ser amantes eternos, compañeros, cómplices y hasta padres, comprometidos en una vida en común. Eso, comprometidos. Y entonces se me ocurrió que le daría un anillo de compromiso que simbolizara ese estado.
Escogí el más padre, el más loco, el más innovador y el más discreto, todo lo que ella es. Lo guardé en mi saco y me fui a casa, donde ella me esperaba para ir a cenar. Me recibió amorosa, como siempre, y yo sudando entre nervio y emoción. Le pedí que me diera diez minutos para refrescarme y me metí a la ducha.
Al salir, con la toalla enrollada en la cintura, vi la puerta abierta y que ella no estaba. No entendí, hasta que fui a la recámara y me percaté que al aventar el saco en la cama, el estuche con el anillo se salió y ella lo vio. Sólo dejó una nota escrita sobre el espejo con su típico lápiz para ojos negro “te lo dije”.
Así de repentino como llegó, se fue. Nunca la pude volver a encontrar, como si el diamante la hubiera convertido en carbón y se hubiera enterrado en la tierra.
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