miércoles, 24 de junio de 2009

ANILLO

Desde que la conocí me lo advirtió “casarme no está en mis planes”. A mí eso me cayó como anillo al dedo, literalmente: ¿quién no quiere salir con una chava que no quiere compromiso?

Era una mujer guapetona, más bien liberal, lo cual me friqueaba un poco. Ya sabes, toda mi familia super conservadora, siempre vamos a misa los domingos, nadie se ríe escandalosamente ni tiene ademanes ostentosos.

Entonces su advertencia de no casarse hasta me pareció fuera de lugar. ¿Qué de verdad le había pasado por la cabeza que tenía alguna posibilidad de ser mi esposa?

Anduvimos un rato, medio que de free y medio que de amigos con derechos. La verdad es que me divertía mucho, porque es bastante chistosa, pero me intrigaba mucho era lo opuesto que era a mí. Todo lo que decía era diferente a lo que a mí se me ocurría, su línea de pensamiento era francamente sorpresiva y nunca dejaba de reírse ni de decir palabrotas.

Lo que más me sacudía era su forma de arreglarse, toda descuidada, tipo pandro alternativo, sin embargo siempre se veía super bien y no había un güey en la calle que no se le quedara viendo. Y como venía siempre colgada de mi brazo, yo me pavoneaba gustoso, mirándolos a los ojos como diciéndoles “sí, yo soy el que se la está comiendo ¿y qué?”

Los pelos parados de un negro azabache combinan fluidamente con los dos pequeños tatuajes que se hizo. Me llamaba la atención que no son nada grotescos, sino que son como un toque infantil a su bella figura de mujer. Cuando me dijo que los tenía, mientras estábamos comiendo y a punto de irnos a mi depa por primera vez, hasta me costó trabajo tragar. No me podía imaginar besar el cuerpo de una mujer que me recordara a un marino o a un presidiario.

A veces se maquilla mucho, a veces sale de cara lavada, nunca sabía yo con qué me iba a encontrar cuando pasaba por ella. Lo chistoso es que su actitud y su vestimenta iban de la mano con el mood del maquillaje: si venía de darketta, era toda salvaje, pero si venía de rosita, era toda princesa.

Pasaban los meses y la iba frecuentando cada vez más. De repente ya no me imaginaba un fin de semana sin ella, o una ida al cine, o una sentada en el Starbucks comiéndonos a cuanto cristiano se atraviesa por el camino.

Cargaba con su Mac a todas partes y siempre me enseñaba cosas nuevas. De repente me sorprendía con diseños locos e innovadores o de repente me salía con una poesía toda cursi y enmielada. Me llevaba a ver un tipo de cine que en mi vida había visto y me prestaba libros viejos que compraba en Donceles mientras yo trabajaba. Sin ningún empacho se iba en metro enchufada a su MP3 y masticando un chicle a todo lo que tronaba.

Y siempre me insistía “casarme no está en mis planes”... como si tuviera chance.

Siguieron pasando los meses y yo me decía que me la pasaba muy bien con ella. Éramos muy compatibles en la forma de divertirnos y en la forma de amarnos. Siempre pudimos negociar nuestras diferencias y era muy fácilmente adaptable.

Cuando me di cuenta, ya llevábamos un año saliendo. Pasó el tiempo de forma imperceptible. De la misma manera, llegó la fiesta familiar: mis papás cumplían años de casados y esperaban que fuera acompañado. Ni por un momento se me ocurrió ir con alguien más. Ella tenía que ir conmigo y supe que habíamos llegado al momento crucial de presentarla con mi familia. Primero no dormí pero luego pensé que no podía lastimarla no invitándola. Total, si no les caía bien, ni me iba a casar con ella.

Pasé por ella y me dejó con la boca abierta. Se fue al salón toda la mañana y se puso un vestidito muy femenino que me contó que había comprado en el Palacio. Parecía una hijita de familia normalita, de ésas que sí le llevas a presentar a tus papás. Peor aún, durante toda la fiesta fue el centro de halagos y reconocimientos y no porque estuviera en pose, sino porque le salió lo leidy y lo maternal como una más de sus facetas.

Finalmente me di cuenta que quería pasar el resto de mi vida con ella y que quería que el resto de mi vida empezara ya. Seguro de que me rechazaría si le proponía matrimonio, decidí invitarla a ser amantes eternos, compañeros, cómplices y hasta padres, comprometidos en una vida en común. Eso, comprometidos. Y entonces se me ocurrió que le daría un anillo de compromiso que simbolizara ese estado.

Escogí el más padre, el más loco, el más innovador y el más discreto, todo lo que ella es. Lo guardé en mi saco y me fui a casa, donde ella me esperaba para ir a cenar. Me recibió amorosa, como siempre, y yo sudando entre nervio y emoción. Le pedí que me diera diez minutos para refrescarme y me metí a la ducha.

Al salir, con la toalla enrollada en la cintura, vi la puerta abierta y que ella no estaba. No entendí, hasta que fui a la recámara y me percaté que al aventar el saco en la cama, el estuche con el anillo se salió y ella lo vio. Sólo dejó una nota escrita sobre el espejo con su típico lápiz para ojos negro “te lo dije”.

Así de repentino como llegó, se fue. Nunca la pude volver a encontrar, como si el diamante la hubiera convertido en carbón y se hubiera enterrado en la tierra.

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