Lo irónico es que creyó que lo esperaba. Su alma se había quedado plasmada en cada tecla y todo mundo había quedado impactado con el escrito. Empezó como un cuentito, un cuentito que significaba exponer los pasajes más duros de su vida. Pero después creció hacia atrás y hacia delante y poco a poco se armó una gran novela, “gran” por el tamaño, porque conforme pasó el tiempo se sumaban hojas y hojas. Sin embargo, más adelante se pudo percatar que era “gran” porque la historia era compleja y completa, porque su estilo de narrarlo resultaba envolvente y arrollador. Porque fue capaz de sacarle lágrimas a quien leyó el borrador, de la misma forma que le salían carcajadas y expresiones de admiración y de horror.
Era la historia de su vida. Ése triste y amargo recorrido que había escondido detrás de una máscara de sarcasmo, buen humor y cinismo, porque enfrentarlo le resultaba entre espeluznante y desgarrador. Así de retorcida y compleja resultó la novela. Pasajes de maltratos y abusos, capítulos oscuros de depresiones y suicidios, Interpol y escondites. Claro que, intercalados, tenía remansos de amores y desengaños, de apasionados encuentros y tórridos romances, de llantos y carcajadas, de borracheras y viajes, de bailoteos y apasionados amantes. Sí, parecía una novela, con todos sus ingredientes, tanto que hasta casi podría haber sido argumento de telenovela barata de Televisa, si no hubiera sido por el magistral tratamiento que le dio, pero al fin y al cabo era una historia verdadera de cabo a rabo, vivenciada por ella en toda su intensidad y magnitud.
Cuando el editor la leyó, se quedó impávido. No le importaba si se daba cuenta que se trataba de ella. “Tan normalita que se veía” pensó más en forma de sorpresa que de juicio.
Layla ya llevaba algún tiempo escribiendo ensayos para el periódico que Andrés Singer comandaba. Le gustaba mucho su trabajo y siempre le insistía en querer sacar más de lo publicado, que se reducía a su opinión editorial, sin jamás revelar un ápice de su vida personal. En alguna fiesta de fin de año, la había instado a escribirle un libro de cuentos y le dijo “primero mi novela, luego los cuentos”, sin saber que Layla ya llevaba un tiempo escribiéndola. No le dijo nada, pensó en darle la sorpresa al concluirla.
Cuando la terminó, pasó casualmente por la oficina de Andrés a saludarlo y, después de intercambiar algunas novedades de la empresa y de su gremio, le pidió que leyera el texto que le había grabado en un USB que colocó discretamente en la palma de su mano, al despedirse, como cuando se desliza un billete oculto para evitar exponerse. Sin darle más importancia ni expresar expectativa alguna, siguió con su vida durante una semana.
Exactamente al séptimo día, Layla estaba en medio del tráfico, atorada por una de esas tantas manifestaciones que obstruyen el paso en la majestuosa Reforma, cuando su celular sonó. Sin importarle si alguna autoridad la veía hablando con el auto en circulación (“si ni me estoy moviendo” pensó) tomó sin dudarlo la llamada de Andrés, a quien atendía así estuviera en la tina. Los gritos de entusiasmo y una mala comunicación no le permitían captar lo que él le decía de la novela. Medio alcanzó a entrever que era fenomenal y algo de que habría que registrarla y promoverla.
Sin terminar de entender bien, le pidió a Andrés que la relevara en todos los trámites y la representara legalmente en los procedimientos. Layla estaba a punto de iniciar un estudio antropológico que la llevaría a viajar los siguientes seis meses por varios países, además de algunos asuntos personales que atender, qué raro, que podían bien haber encajado en un capítulo más de su intensa historia, cuyo final se había enfocado a haber sorteado exitosamente las más recientes desavenencias, que la habían dejado exhausta pero independiente, realizada y radiante.
Pasaron los meses y ella se desentendió del proceso. Una mañana, casi amaneciendo, así de la nada y sin preámbulos, la llamó.
- Layla: ¿estás sentada?
- Andresito querido, estoy dormida.
- Bueno, despierta. Necesito toda tu atención.
- ¿De qué…?
- De tu novela.
- ¿Qué pasó?
- Ha sido premiada.
- ¿A qué concurso la metiste o qué? ¿Algún burócrata de Conaculta cree que escribo bien?
- Mi reina: te han asignado el Premio Internacional de Novela Latinoamericana. Casi no me aguanto de darte la sorpresa. Conforme me iba enterando te quería decir, pero ya. Ya está. Con eso de que me pediste que te relevara, no quería decirte nada hasta tenerlo en la mano. En tres semanas empieza la distribución regional, la traducción al inglés y al francés está en proceso y tenemos que empezar con un ciclo de conferencias de prensa, empezando en el Four Seasons de México la semana que entra y luego en Buenos Aires, la que sigue Ve empacando porque salim…
No alcanzó a escuchar más nada. Su visión se desvaneció hasta las más profundas penumbras, igual que su mente. Hoy recuerda todo, aunque siga en negros, enchufada a un aparato que hace ruido y que le ayuda a respirar. El impacto le provocó una embolia, según alcanzó a entender, y está en un coma del que quizá no salga pero al que nadie quiere dar término. Qué triste, piensa a diario, que el final de su novela no era, como escribió, haber alcanzado su plenitud. Este capítulo, el peor de sus más profundos temores, es el final que se quedó fuera de ella.
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