sábado, 4 de julio de 2009

EL DINOSAURIO DE MONTERROSO

Ambos habían tenido una vida muy intensa, tanto social como emocionalmente. Se habían conocido en uno de tantos eventos y se puede decir que fue amor a primera vista.

Él era un reconocido empresario de la tecnología de los que siempre aparecen en el top ten de los listados de los ejecutivos más exitosos, mientras que ella era una fotógrafa prestigiada de las que exponen su mejor trabajo en algún museo de moda.

Ninguno de los dos acudía del todo contento a la inauguración del centro comercial. Pero él tenía que estar porque su empresa era la que se había encargado de toda la instalación tecnológica y se le había concedido el gran honor de cortar el moño, junto con otras diez personalidades del ámbito empresarial y político. Ella tenía en el lobby principal algunos trabajos expuestos y su ausencia sería francamente evidente. Ambos habían decidido escaparse en cuanto nadie los viera “como que voy al baño y me voy”.

Así lo hicieron, ya hartos no sólo de ese sino de todos esos acontecimientos de relaciones públicas llenos de oquedad y platiquita de moda y su encuentro inevitable se dio al pedir su coche al valet parking. Los dos esperaban y se veían por el rabillo del ojo un poco intimidados mutuamente por su senda fuerte personalidad. Al arribo de los vehículos, el encargado hizo entrega invertida de las llaves y ninguno de ambos se dio cuenta por estar tan alertas el uno del otro, sin saber que eso les daría pie a su inminente encuentro.

Ya en el asiento del conductor, ella fue la primera en percatarse y lo miró por el espejo retrovisor, por el cual se dio cuenta que él en ese momento veía el llavero con extrañeza. Ambos bajaron de su respectivo auto y él aprovechó para iniciar su primer acercamiento.

La noche se alargó y se convirtió en días, los días en semanas y las semanas en meses. No había transcurrido un día sin que estuvieran juntos, él ya se había instalado en el departamento de ella y ya hablaban del futuro que les esperaba juntos, llenos de triunfos personales y profesionales, con una familia creciente y una casita al poniente de la ciudad a la que ella ya le había echado el ojo.

La boda fue simple, ambos ya eran divorciados y no tenía caso organizar una fiestita de las que los dos ya sabían que estaban hartos. Unos cuantos familiares, sus amigos más cercanos y un juez, porque alguien tenía que oficializar la unión.

Como suele suceder en muchas relaciones, la vida de casados empezó a interferir en el matrimonio. Un poco las presiones de “¿y cuándo van a tener hijos?” por parte de las dos suegras, pero más que nada la poca convivencia que sus importantes carreras les permitían tener juntos, sin darse cuenta -quizá- que a veces esos espacios personales son los que permiten que las relaciones evolucionen.

Y un día estalló el reclamo. Más allá de las ausencias y las largas jornadas, el reclamo era por sus respectivas carreras, no por lo que absorbían sino por envidias de reconocimiento. La competencia se convirtió en su peor enemigo.

Y todos los días, todos los días, sin falta, sin impuntualidades, sin demoras, los intentos de descalificación individual y pública se hacían presentes y sin darse cuenta, además, crecían y crecían. La autoestima de ambos se deterioraba, las ganas de estar juntos, que inicialmente eran incontenibles, hoy eran apenas una sombra, y el dinosaurio de la distancia crecía y crecía.

Al cabo de un breve lapso, la Guerra de los Roses era un simple bosquejo de lo que se desató entre ellos. Libros, lámparas, macetas… todo lo que se encontraban a la mano era lanzado al aire en un intento fallido de descalabrarse mutuamente. La casita al poniente de la ciudad era un infierno cuyo interior se desmoronaba no sólo en su integridad sino en su decoración. Ya no podían venir invitados, ya no daban ganas de llegar después de largas jornadas ni la cocina tenía vestigios de alimento alguno. Pero el fantasma de la indiferencia se resistía a llegar… o quizá era el de la determinación, el caso es que ninguno de los dos quería dar el primer paso.

Finalmente, después de una intensa terapia etílica propinada por sus dos amigos más cercanos, él se armó de valor y llegó a casa a transmitirle a ella sus deseos de terminar con todo. Ella enfureció, se entristeció y se volvió loca, más que por él y por el inaplazable divorcio, era una apabullante nostalgia por lo no vivido, por las ilusiones forjadas, por los castillos en el aire construidos conjuntamente y que se le desvanecían ante sus ojos. El dinosaurio hacía sus estragos.

Sin decir nada, se dio la media vuelta y se encerró en su recámara, que ya desde hace tiempo era suya de ella nada más. Él se quedó en la sala sin saber qué hacer, sin ganas de seguir la fiesta o de ver la tele o de meterse a la tina. Sin ganas de golpearle la puerta, de insultarla una y mil veces más o de aventarle el último florero que quedaba vivo. Sin ganas.

De repente, ella apareció con su atuendito de Victoria’s Secret, ese que él había traído en uno de sus tantos viajes sin ella, y sin decir palabra, sus miradas se cruzaron y se engancharon. Sin saber quién se le echó encima a quién, tuvieron el encuentro íntimo más potente y más intenso que habían tenido desde aquella noche de confusión de llaves. Los dos gimieron, sudaron y gritaron hasta que no quedó ni un ápice de energía en sus cuerpos, derrotados ante la grandeza de su encuentro.

Como suele suceder, él se quedó dormido primero, ella enseguida, no sin dejar de pensar en que quizá había algo que rescatar y que con la llegada del nuevo día podría llegar una nueva esperanza.

Los primeros rayos del sol penetraron por la ventana, él seguía inerte mientras ella iniciaba su regreso del país de los sueños. Finalmente se dio cuenta que, cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí.

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