A lo lejos empezó a escuchar un zumbido, que parecía provenir de la alarma contra incendios del hotel. El sonido se hizo más fuerte y la imagen del hotel se diluyó. Igual que le había pasado infinidad de veces anteriores, la realidad se había metido a su sueño: en esta ocasión soñaba que estaba en Venecia. Pero despertaba en su casa y el zumbido continuaba, haciéndose cada vez más sonoro. Era el timbre de su celular, perdido entre los pliegues de las sábanas. Dejó de sonar antes de encontrarlo.
Se dispuso a volverse a acomodar y empezó a sonar de nuevo “¿qué horas serán? ¿quién chingaos habla de madrugada?”
- Más vale que sea importante – dijo con tono firme a la bocina.
- ¿Claudia?
- Sí ¿quién es?
- Habla Arturo, Claudia.
En penumbras empezó a buscar frases, palabras, sílabas, cualquier sonido que pudiera emitir ante aquella apabullante aparición nocturna.
- Arturo ¿Arturo? (cómo puedo ser tan estúpida –pensó-)
- Sí Claudia. Sería absurdo hacerte la típica pregunta de “¿estabas dormida?” si son las tres de la mañana.
- Sí, las tres (sigo en la pendeja, qué horror. ¿Qué quiere?)
- Perdóname. Es que llevo varios días pensando en ti y ahorita atorado en el aeropuerto de Tijuana, me entró la urgencia de hablarte. De verdad perdóname.
- Está bien, ¿qué haces en Tijuana?
Claudia no estaba interesada en saber qué hacía Arturo en Tijuana. Le preguntó solamente para evitar el tema que ella sabía que nunca podría quitarse de en medio de ambos. Un par de años atrás, Claudia había cancelado su boda con Arturo un día antes del evento, con invitados y regalos encima, y simplemente jamás tuvo el valor de volverle a dar la cara. Esa tarde le había entrado la duda y decidió parar todo para irse con su antiguo novio Leonardo a España que un par de meses antes se había ido suplicándole que se fuera con él. Cuando se le presentó en vivo sin previo aviso, Leonardo le dijo en la puerta de su casa, angustiado y sorprendido, en voz baja “Me hubieras hablado antes, no te puedo recibir. Háblame cuando regreses a México” y le cerró la puerta en las narices.
A su regreso, Arturo no le quiso tomar las llamadas y sólo le mandó decir con un intermediario que algún día se volverían a ver.
- Acabo de cerrar un negocio en San Diego y seguramente tengo que regresar la semana que entra, te quería preguntar si quieres venir conmigo. Estoy con mi socio y él se queda a hacer todos los arreglos ¿te animas?
- ¿Así, en frío?
- Claus, ¿desde cuándo tú y yo planeamos las cosas? Ándale. Por los viejos tiempos. Un par de días acá no te caen mal, se pasan rápido, nos divertimos y platicamos como siempre, nos paseamos un rato y hasta haces tu shopping.
Arturo la conocía demasiado bien. “Shopping” fue como la llave mágica para aceptar la invitación, además de que, pensó, se merecía un rato de calentura. Desde su rompimiento no había tenido más que un par de encuentros fallidos y Arturo era EL hombre que sabía tocar sus botones.
- Está bien. Háblame cuando llegues.
- Llego en la mañana, bueno, al rato, en unas horas. Vámonos a desayunar ¿te late? Así planeamos todo. Te veo en el Manhattan a las 10.
- Buen viaje.
Aventó el celular y pensó que no podría volverse a dormir. Las emociones la tenían secuestrada y no sabía cómo clasificarlas. Y los cuestionamientos se le agolpaban ¿qué le digo cuando lo vea?, ¿qué me va a reclamar?, ¿será un reencuentro?, ¿podremos retomar lo que se rompió?..
Apenas empezó a aclarar la mañana, brincó de la cama. Empezó por bañarse y revisar qué se iba a poner. Se retocó el barniz de las uñas, se cambió de ropa varias veces, se secó el pelo y se lo subió y bajó como diez veces. Estaba sumamente nerviosa y la ansiedad la comía. Ya estaba lista cuando apenas eran las 8:22 ¿qué podía hacer durante hora y media? Trató de leer pero no se podía concentrar. Salió a caminar, pero empezó a sudar y de inmediato se regresó a su casa a cambiarse otra vez y refrescarse.
Finalmente dieron las 9:45. El Manhattan le quedaba a unas cuantas cuadras y emprendió camino. El estómago le revoloteaba. Las manos le sudaban, las rodillas le temblaban y la respiración se le entrecortaba. Llegó y Arturo ya estaba ahí, con una azucena.
El encuentro inicial fue sumamente emotivo, prácticamente sin palabras. Simplemente se abrazaron en un largo y estrecho envolvimiento mutuo. Se sentaron a hablar y difícilmente comieron algo. Parecía que se habían dejado de ver ayer. Hablaron y hablaron, como siempre lo hacían, de todo y de nada. Ninguno tocó el tema de la boda cancelada.
Las horas pasaron sin darse cuenta. Caminaron por Reforma, se metieron a tiendas y establecimientos, comieron lo que se iban encontrando y siguieron sin rumbo fijo hasta que el sol se empezó a esconder detrás del Castillo de Chapultepec.
Claudia se sentía halagada de todo lo que Arturo le reconocía, tanto por su belleza como por su inteligencia. Arturo sabía cómo bajarle las defensas hasta que cayó rendida por convicción. Lo invitó a continuar la plática en su casa y él aceptó gustoso. En cuanto la puerta estuvo abierta, cada uno se abalanzó hacia el otro. La energía había ido creciendo durante la tarde y el choque sexual era inevitable.
Prácticamente no durmieron. Medio hablaban, medio bebían, medio comían… toda su energía era para amarse una y otra y otra vez. Finalmente sucumbieron al agotamiento y entrelazados se quedaron profundamente dormidos cuando ya casi amanecía.
Cuando Claudia despertó, Arturo ya no estaba en la cama. Ya estaba arreglando sus cosas alistándose para irse. Se acercó a besarlo y él se apartó. No le dirigió ni siquiera la mirada y secamente le dijo “ái nos vemos”. Ella se quedó paralizada, sin entender nada. No sabía qué decir ni sabía cómo decirle que no sabía qué decir.
Él se colgó la maleta de mano al hombro y se dirigió a la puerta. Sin entender nada y con la tensión evidente flotando en el ambiente, Claudia por fin preguntó:
- ¿Pasó algo? ¿Qué tienes?
- Nada, ya me voy.
- Bueno pero ¿así nomás?
- Sí, así.
- ¿Me hablas, te hablo o cómo le hacemos? ¿Vamos a ir a San Diego o qué?
- Yo ya no tengo nada que hablar contigo. Nos vemos en otra vida.
- Pero, ¿qué pasó?
- ¿Qué pasó? Que hace exactamente 22 meses y 12 días me partiste todita la madre y vine a hacer justicia.
- Pero ¿qué? ¿Planeaste venir a cogerme e irte? Bonita justicia.
- No mi Claus. Vine a dejarte esto.
Arturo le extendió un sobre con una nota "Despídete de tu pinche vida. Nos vemos en la otra". Anexo, el resultado de una prueba postiva de Sida que diagnosticaba a Arturo cuatro meses atrás.
Mientras Claudia estupefacta digería las palabras, Arturo salía del departamento, rematando su “chaíto” con un azotón de la puerta, detrás de él.
jueves, 20 de agosto de 2009
FINAL DE NOVELA
Lo irónico es que creyó que lo esperaba. Su alma se había quedado plasmada en cada tecla y todo mundo había quedado impactado con el escrito. Empezó como un cuentito, un cuentito que significaba exponer los pasajes más duros de su vida. Pero después creció hacia atrás y hacia delante y poco a poco se armó una gran novela, “gran” por el tamaño, porque conforme pasó el tiempo se sumaban hojas y hojas. Sin embargo, más adelante se pudo percatar que era “gran” porque la historia era compleja y completa, porque su estilo de narrarlo resultaba envolvente y arrollador. Porque fue capaz de sacarle lágrimas a quien leyó el borrador, de la misma forma que le salían carcajadas y expresiones de admiración y de horror.
Era la historia de su vida. Ése triste y amargo recorrido que había escondido detrás de una máscara de sarcasmo, buen humor y cinismo, porque enfrentarlo le resultaba entre espeluznante y desgarrador. Así de retorcida y compleja resultó la novela. Pasajes de maltratos y abusos, capítulos oscuros de depresiones y suicidios, Interpol y escondites. Claro que, intercalados, tenía remansos de amores y desengaños, de apasionados encuentros y tórridos romances, de llantos y carcajadas, de borracheras y viajes, de bailoteos y apasionados amantes. Sí, parecía una novela, con todos sus ingredientes, tanto que hasta casi podría haber sido argumento de telenovela barata de Televisa, si no hubiera sido por el magistral tratamiento que le dio, pero al fin y al cabo era una historia verdadera de cabo a rabo, vivenciada por ella en toda su intensidad y magnitud.
Cuando el editor la leyó, se quedó impávido. No le importaba si se daba cuenta que se trataba de ella. “Tan normalita que se veía” pensó más en forma de sorpresa que de juicio.
Layla ya llevaba algún tiempo escribiendo ensayos para el periódico que Andrés Singer comandaba. Le gustaba mucho su trabajo y siempre le insistía en querer sacar más de lo publicado, que se reducía a su opinión editorial, sin jamás revelar un ápice de su vida personal. En alguna fiesta de fin de año, la había instado a escribirle un libro de cuentos y le dijo “primero mi novela, luego los cuentos”, sin saber que Layla ya llevaba un tiempo escribiéndola. No le dijo nada, pensó en darle la sorpresa al concluirla.
Cuando la terminó, pasó casualmente por la oficina de Andrés a saludarlo y, después de intercambiar algunas novedades de la empresa y de su gremio, le pidió que leyera el texto que le había grabado en un USB que colocó discretamente en la palma de su mano, al despedirse, como cuando se desliza un billete oculto para evitar exponerse. Sin darle más importancia ni expresar expectativa alguna, siguió con su vida durante una semana.
Exactamente al séptimo día, Layla estaba en medio del tráfico, atorada por una de esas tantas manifestaciones que obstruyen el paso en la majestuosa Reforma, cuando su celular sonó. Sin importarle si alguna autoridad la veía hablando con el auto en circulación (“si ni me estoy moviendo” pensó) tomó sin dudarlo la llamada de Andrés, a quien atendía así estuviera en la tina. Los gritos de entusiasmo y una mala comunicación no le permitían captar lo que él le decía de la novela. Medio alcanzó a entrever que era fenomenal y algo de que habría que registrarla y promoverla.
Sin terminar de entender bien, le pidió a Andrés que la relevara en todos los trámites y la representara legalmente en los procedimientos. Layla estaba a punto de iniciar un estudio antropológico que la llevaría a viajar los siguientes seis meses por varios países, además de algunos asuntos personales que atender, qué raro, que podían bien haber encajado en un capítulo más de su intensa historia, cuyo final se había enfocado a haber sorteado exitosamente las más recientes desavenencias, que la habían dejado exhausta pero independiente, realizada y radiante.
Pasaron los meses y ella se desentendió del proceso. Una mañana, casi amaneciendo, así de la nada y sin preámbulos, la llamó.
- Layla: ¿estás sentada?
- Andresito querido, estoy dormida.
- Bueno, despierta. Necesito toda tu atención.
- ¿De qué…?
- De tu novela.
- ¿Qué pasó?
- Ha sido premiada.
- ¿A qué concurso la metiste o qué? ¿Algún burócrata de Conaculta cree que escribo bien?
- Mi reina: te han asignado el Premio Internacional de Novela Latinoamericana. Casi no me aguanto de darte la sorpresa. Conforme me iba enterando te quería decir, pero ya. Ya está. Con eso de que me pediste que te relevara, no quería decirte nada hasta tenerlo en la mano. En tres semanas empieza la distribución regional, la traducción al inglés y al francés está en proceso y tenemos que empezar con un ciclo de conferencias de prensa, empezando en el Four Seasons de México la semana que entra y luego en Buenos Aires, la que sigue Ve empacando porque salim…
No alcanzó a escuchar más nada. Su visión se desvaneció hasta las más profundas penumbras, igual que su mente. Hoy recuerda todo, aunque siga en negros, enchufada a un aparato que hace ruido y que le ayuda a respirar. El impacto le provocó una embolia, según alcanzó a entender, y está en un coma del que quizá no salga pero al que nadie quiere dar término. Qué triste, piensa a diario, que el final de su novela no era, como escribió, haber alcanzado su plenitud. Este capítulo, el peor de sus más profundos temores, es el final que se quedó fuera de ella.
Era la historia de su vida. Ése triste y amargo recorrido que había escondido detrás de una máscara de sarcasmo, buen humor y cinismo, porque enfrentarlo le resultaba entre espeluznante y desgarrador. Así de retorcida y compleja resultó la novela. Pasajes de maltratos y abusos, capítulos oscuros de depresiones y suicidios, Interpol y escondites. Claro que, intercalados, tenía remansos de amores y desengaños, de apasionados encuentros y tórridos romances, de llantos y carcajadas, de borracheras y viajes, de bailoteos y apasionados amantes. Sí, parecía una novela, con todos sus ingredientes, tanto que hasta casi podría haber sido argumento de telenovela barata de Televisa, si no hubiera sido por el magistral tratamiento que le dio, pero al fin y al cabo era una historia verdadera de cabo a rabo, vivenciada por ella en toda su intensidad y magnitud.
Cuando el editor la leyó, se quedó impávido. No le importaba si se daba cuenta que se trataba de ella. “Tan normalita que se veía” pensó más en forma de sorpresa que de juicio.
Layla ya llevaba algún tiempo escribiendo ensayos para el periódico que Andrés Singer comandaba. Le gustaba mucho su trabajo y siempre le insistía en querer sacar más de lo publicado, que se reducía a su opinión editorial, sin jamás revelar un ápice de su vida personal. En alguna fiesta de fin de año, la había instado a escribirle un libro de cuentos y le dijo “primero mi novela, luego los cuentos”, sin saber que Layla ya llevaba un tiempo escribiéndola. No le dijo nada, pensó en darle la sorpresa al concluirla.
Cuando la terminó, pasó casualmente por la oficina de Andrés a saludarlo y, después de intercambiar algunas novedades de la empresa y de su gremio, le pidió que leyera el texto que le había grabado en un USB que colocó discretamente en la palma de su mano, al despedirse, como cuando se desliza un billete oculto para evitar exponerse. Sin darle más importancia ni expresar expectativa alguna, siguió con su vida durante una semana.
Exactamente al séptimo día, Layla estaba en medio del tráfico, atorada por una de esas tantas manifestaciones que obstruyen el paso en la majestuosa Reforma, cuando su celular sonó. Sin importarle si alguna autoridad la veía hablando con el auto en circulación (“si ni me estoy moviendo” pensó) tomó sin dudarlo la llamada de Andrés, a quien atendía así estuviera en la tina. Los gritos de entusiasmo y una mala comunicación no le permitían captar lo que él le decía de la novela. Medio alcanzó a entrever que era fenomenal y algo de que habría que registrarla y promoverla.
Sin terminar de entender bien, le pidió a Andrés que la relevara en todos los trámites y la representara legalmente en los procedimientos. Layla estaba a punto de iniciar un estudio antropológico que la llevaría a viajar los siguientes seis meses por varios países, además de algunos asuntos personales que atender, qué raro, que podían bien haber encajado en un capítulo más de su intensa historia, cuyo final se había enfocado a haber sorteado exitosamente las más recientes desavenencias, que la habían dejado exhausta pero independiente, realizada y radiante.
Pasaron los meses y ella se desentendió del proceso. Una mañana, casi amaneciendo, así de la nada y sin preámbulos, la llamó.
- Layla: ¿estás sentada?
- Andresito querido, estoy dormida.
- Bueno, despierta. Necesito toda tu atención.
- ¿De qué…?
- De tu novela.
- ¿Qué pasó?
- Ha sido premiada.
- ¿A qué concurso la metiste o qué? ¿Algún burócrata de Conaculta cree que escribo bien?
- Mi reina: te han asignado el Premio Internacional de Novela Latinoamericana. Casi no me aguanto de darte la sorpresa. Conforme me iba enterando te quería decir, pero ya. Ya está. Con eso de que me pediste que te relevara, no quería decirte nada hasta tenerlo en la mano. En tres semanas empieza la distribución regional, la traducción al inglés y al francés está en proceso y tenemos que empezar con un ciclo de conferencias de prensa, empezando en el Four Seasons de México la semana que entra y luego en Buenos Aires, la que sigue Ve empacando porque salim…
No alcanzó a escuchar más nada. Su visión se desvaneció hasta las más profundas penumbras, igual que su mente. Hoy recuerda todo, aunque siga en negros, enchufada a un aparato que hace ruido y que le ayuda a respirar. El impacto le provocó una embolia, según alcanzó a entender, y está en un coma del que quizá no salga pero al que nadie quiere dar término. Qué triste, piensa a diario, que el final de su novela no era, como escribió, haber alcanzado su plenitud. Este capítulo, el peor de sus más profundos temores, es el final que se quedó fuera de ella.
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