Me cogió por sorpresa, me revolcó y me arrastró como toro de lidia embravecido. Así me sentí cuando descubrí mi fascinación por Stephen King, que me absorbió al ojo de su huracán en cuanto entré en contacto con él… como persona. Aclaro que con su obra ya estaba un poco familiarizada pero fue él, cuando me habló desde su primera persona, que me cautivó.
Mira, te explico. Originalmente supe de él por allá por 1977, cuando Carrie se estrena en México y era tan terrorífica que mis papás no me dejaron ir a verla y -literalmente- al fin que ni quería, pues el miedo me da miedo.
Su nombre, pues, lo relacioné con rechazo y ahí se quedó guardadito en un cajón sin volver a hacerle caso hasta que una tarde de amigos, a principios de los 80’s, me llevó al cine a ver a Jack Nicholson dirigido por Kubrick y, sin saber que había sido escrita por King, me la eché de principio a fin, aterrada y embelesada, envuelta en situaciones que me llevaron hasta el fondo de la butaca, escondida detrás de mi suéter que acabó todo mordisqueado… desde entonces no uso suéter y desde entonces integré a El Resplandor a mi lista de películas favoritas.
Saliendo de ahí, fui corriendo a buscar sus libros. Cujo acababa de llegar a las librerías y La Danza de la Muerte (The Stand) llevaba varios años vendiéndose como pan caliente.
Llegué a casa, preparé todo mi tingladito en mi rincón de lectura que tengo siempre -al lado de una ventana y un estéreo- conformado por un acojinadito sillón, un taburete para colgar mis pieses, una buena lámpara y una mesa provista de vino y algo para picar (si lo gorda no es gratis).
Para mi propia sorpresa -y cosa que nunca hago- ambos libros se me quedaron a medias, un poco decepcionada no sé si de él o de mí y llena de ese temor que en más de una ocasión ha sido motivo de burlas de quienes me lo descubren.
Como fan del cine hollywoodense, confieso -favor de no abuchear-, más adelante me topé con películas protagonizadas por algunos de mis actores favoritos, como Kathy Bates, Tom Hanks, Tim Robbins, Morgan Freeman y Anthony Hopkins, entre otros, llevándome a la reconciliación no sólo con él sino con cierto tipo de humanos que al final resultan ser dulces personajes altamente incomprendidos... igual que él.
Para mí ha sido un gran descubrimiento mi gusto por Stephen King. Quizá lo que me ha dejado aún más perpleja es la empatía que me ha despertado a través de peculiares similitudes que nos unen. Sin que sea yo una ferviente seguidora de los horóscopos, Stephen King y yo nacimos bajo el signo de Virgo, que según dicen los que saben rige a personas perfeccionistas, apasionadas, sensibles, caprichosas y solitarias… y ambos lo somos.
También para mi sorpresa, a través de los años que estuve expuesta a entrevistas o ensayos o noticias que me acercaron a él de una forma inesperada, me enteré de que a él le han provocado aprensión muchas de las cosas que me atemorizan a mí también: la penumbra, el misterioso y profundo tiro de una chimenea, la aplastante parte inferior de un coche, los médicos y todo lo que involucre sus instrumentos de exploración y curación, los monstruos que se esconden detrás de la oscuridad, etcétera. Esto me resultó bien paradójico y hasta contradictorio, conociendo el tipo de narraciones que ha caracterizado su obra.
Entonces me metí a indagar más sobre su persona y mi empatía se transformó en simpatía: nuestra vida no es concebible sin música, especialmente el rock de los 60’s y 70’s (de hecho tiene un grupo) y desde que hubo tele en su casa, en blanco y negro por supuesto, además de gustarle la programación pensaba que los anuncios eran “poesía pura”… y yo publicista.
Stephen King tuvo una niñez llena de eventualidades, con transformadores de luz reventados, policías llamados en vano, niñeras despedidas de su empleo una tras otra y alteros y alteros de cómics leídos ávida y fervientemente.
Entre enfermedades y lecturas fue que emergieron sus primeras historias, primero copiadas, más adelante aumentadas y finalmente creadas desde cero, luego de que su madre lo impulsó a dejar de copiar y seguir sus propias ideas. La primera la desarrolló apenas a los seis años, según recuerda, sobre un conejito que manejaba un auto.
Disfrutaba las series televisivas como Un Paso al Más Allá y las historietas de terror que compraba su hermano, lo cual sirvió como fundamento para sus narraciones fantásticas, en un afán por enfrentar el profundo pavor que le causaban, tal como lo hacen los artistas oaxaqueños al crear bestiales alebrijes que ellos mismos pueden desmontar para quitarles lo temible a través del control de sus componentes.
Sin perder el miedo a los monstruos, los médicos y lo sobrenatural, su estilo siguió desarrollándose conforme iba avanzando en edad, hasta que sintió que estaba listo para enviarle un escrito a Alfred Hitchcock, quien le agradeció su original regresándoselo por correo. Esto no lo desanimó. Entonces, ya tenía doce años.
Su siguiente afición fue el cine. Se inició con Disney, hasta que las historias le empezaron a parecer “predecibles y aburridamente saludables”. Y entonces iba al cine a imaginarse diferentes finales o a desordenar las secuencias, igual que lo hizo con los cómics cuando empezó a escribir.
Apenas en la madrugada de su adolescencia ya imaginaba a insólitos seres invadiendo la aldea de los siete enanos y cadáveres radiactivos en plena playa engullendo surfistas y chicas de aspecto dudoso con brasieres de color negro.
De forma oficial, su carrera como escritor se catapulta en medio de penurias económicas. Trabajaba como maestro y eso le alcanzaba para tener un auto descompuesto, una familia cuyos gastos le abrumaban y un teléfono ausente en casa, aun cuando complementaba su labor académica con labores poco enaltecedoras en lavanderías de ropas de hospital, cuyas manchas germinaban a diario en historias repulsivas dentro de su imaginación. Tabitha su esposa, crucial apoyo en su carrera, era mesera en el Dunkin’ Donuts del pueblo.
Una tarde, recibió una llamada de la apodada Tabby -quien jamás se hubiera atrevido a pedir prestado el teléfono al vecino si no se tratara de algo importante- que le cambió la vida. La novela que había sido rescatada de la basura por su mujer, se iba a impresión con portada dura y una ganancia de 400 mil dólares. Él creyó escuchar que eran 40 mil y de todos modos casi se le doblaron las piernas por el impacto. Cuando Carrie se hizo película, los ceros que ya se habían multiplicado, ya eran lo de menos.
En el escrito al que hacía yo referencia al principio, ése en el que me habla casi al oído y que me succionó como si fuera yo la protagonista de una de sus novelas, Mientras Escribo (On Writing), aprendí dos cosas de él: cómo fue que nacieron o de desarrollaron algunas de sus ideas y su punto de vista sobre el oficio de escribir.
King me ha contado, a través de sus letras, que Carrie llegó a su imaginación como producto de la observación de dos chicas despreciadas en la secundaria. Una de ellas había crecido -según él- bajo la sufriente mirada agonizante de un Cristo ensangrentado, lo cual deriva en las consabidas imágenes de muerte salpicadas en su obra.
También me dijo acerca del bache creativo por el que pasó, el que inspiró la inhabilidad para escribir de Jack Torrance en El Resplandor, a pesar de su reclusión, así como de su violenta relación con el alcohol y las drogas de la cual surge Misery, en donde la enfermera representa a la droga y el escritor al esclavo que tiene que obedecer sin conmiseración bajo la amenaza de ser torturado.
Su estado drogoetílico lo llevó a escribir Cujo y a dirigir La Rebelión de las Máquinas, eventos que no recuerda haber vivido, tal era su abstracto y etéreo grado de intoxicación.
Para Stephen King, escribir es una forma de telepatía, en la que él como emisor se comunica a través del tiempo y el espacio con su receptor para transmitirle imágenes y sensaciones por medio de sus palabras. Está convencido de que la mejor forma para hacerlo es platicarlo de forma sencilla, directa y verdadera, para que el lector no tenga que angustiarse por tratar de comprender palabras o enunciados elaborados que lo hagan sentirse ignorante.
Sus fascinantes y enmarañados protagonistas tienen su propia forma de develarse y revelarse ante el espectador, quienes van siendo presentados a cuentagotas, para lo cual su creador es sumamente hábil, dado que le gusta guardar sorpresas de ellos a lo largo de sus intrincadas historias… no al final, sino poco a poco, como cuando vas chiquiteando un bocado o un deleite, para no acabártelo de golpe y prolongar de forma angustiosa su placer.
Algo que me resulta muy interesante es que la gran mayoría de las historias que relata se llevan a cabo en Maine, estado en el que vive actualmente y ha vivido la mayor parte de sus días. Es evidente que prefiere obviarse el paso de familiarizarse con geografías ajenas, para concentrarse en el desarrollo de sus complejos personajes y las situaciones en las que los coloca.
Stephen King ha sido altamente criticado por ser un escritor para las masas, un taquillero absoluto en el amplio significado de la palabra, para bien y para mal. Quizá no sea un escritor sofisticado en un estricto sentido gramatical o lingüístico, como ya lo ha planteado él mismo. Sin embargo, su habilidad de envolver, arrollar y zarandear por medio de sus historias es por supuesto más que innegable. Yo soy prueba fehaciente de tal habilidad.
Autor aplicadamente prolífico, tiene en su haber grandiosas historias sobrenaturales, fantásticas, terroríficas y ficticias, muchas de ellas llevadas a la pantalla por enormes productores y directores de la industria cinematográfica estadounidense. También tiene historias profundamente humanas, que sin ningún empacho confieso que me han conmovido hasta el sollozo. Indudablemente prefiero las segundas. Él escribe de terror como para deshacerse de sus demonios; yo prefiero evitarlos para que no me atrapen.
domingo, 14 de febrero de 2010
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